Me ha
llegado este artículo de profesor D. Miguel Santos Guerra que no me resisto a
poner en nuestro blog porque, además de estar de máxima actualidad, es un toque
de atención a todos los que, de una forma u otra, estamos implicados en la educación
de las futuras generaciones:
“Estoy
escandalizado por los casos de corrupción que nos estallan cada día en pleno
rostro. Aunque no soy de los que piensan que estemos metidos en un lodazal y
que la corrupción es generalizada, creo que no se pueden soportar tantos casos
de mal ejemplo en la esfera del poder.
En una
democracia es doblemente repugnante la corrupción porque las personas que
acceden al poder están puestas ahí por el pueblo. De modo que quienes son
elegidos para gobernar, quienes son depositarios de la confianza del
electorado, quienes son designados por el pueblo para la administración de los
bienes y servicios, se aprovechan de esa confianza para burlarse de él y
llevarse de forma fraudulenta su dinero.
No digo que
en una dictadura la corrupción esté más justificada. La dictadura es la
corrupción. Pero, en una democracia estos casos reiterados de abuso de poder
(aunque se hagan públicos, se denuncien y se juzguen) acaban por
desacreditarla, amenazarla y destruirla.
Si los
grandes triunfadores del sistema educativo que son quienes han llegado más alto,
es decir, quienes gobiernan los pueblos, no solo no están preocupados porque
exista justicia sino que ellos mismos se convierten en la encarnación de quien
la destruye, ¿por qué hablamos de éxito del sistema educativo?
Me repugna
que aquellos banqueros en los que la gente deposita su confianza para que
custodien su dinero, acaben robándoselo con artes que los clientes desconocen.
Esta misma mañana he oído en la radio el caso de unos bancos de Mataró que han
robado a sus clientes todos los ahorros de su vida mientras los responsables de
esas entidades se han llevado el dinero a espuertas.
Me indigna
que quienes más saben (quienes se han beneficiado más de la enseñanza pública,
quienes más han recibido de la sociedad en su formación) utilicen ese
conocimiento para robar, explotar y engañar mejor al prójimo.
Y eso es lo
que sucede también con quienes, desde situaciones de responsabilidad educativa,
hacen daño a quienes tienen el deber y la responsabilidad de cuidar, de guiar y
de apoyar en su desarrollo. No es justo que quien tiene que cuidar, destruya;
que quien tiene que guiar, desoriente y que quien tiene que apoyar, desmorone.
No sé qué
tipo de sociedad estamos construyendo cuando, quienes deben dar ejemplo,
quienes están en la cima de la sociedad muestran esos comportamientos tan
despreciables. ¿Qué autoridad nos asiste para decirle a los niños y jóvenes
cómo deben comportarse?
No hay forma
más hermosa y más eficaz de autoridad que el ejemplo. Suelo decir que educamos
como somos, no como decimos que los demás deben ser. De forma muy insistente
sermoneamos a nuestros hijos y a nuestros alumnos tratándoles de aconsejar
sobre el modo deseable de comportarse, olvidando muchas veces que nuestras
acciones contradicen nuestras palabras.
No sé si el
lector conocerá la anécdota que se cuenta de Mahatma Gandhi acerca de la
importancia del ejemplo. De cualquier manera, es bueno recordarla y reflexionar
sobre ella.
Una madre le
llevó a su hijo de seis años y le dijo a Mahatma Ghandi:
- Se lo ruego,
Mahatma, dígale a mi hijo que no coma más azúcar, es diabético y arriesga su
vida haciéndolo. A mí no me hace caso y estoy sufriendo por él.
- Lo siento,
señora, ahora no puedo hacerlo. Traiga a su hijo dentro de quince días.
Sorprendida,
la mujer le dio las gracias y le prometió que haría lo que le había pedido.
Quince días después, volvió con su hijo. Gandhi miró a los ojos al muchacho y
le dijo:
- Chico,
deja de comer azúcar.
- ¿Por qué
me pidió que lo trajera dos semanas después?, preguntó, desconcertada, la
madre. Podía haberle dicho lo mismo la primera vez.
Gandhi
respondió:
- Hace
quince días yo comía azúcar.
En del
ámbito educativo es fundamental hablar con los hechos. Gandhi entendía que le
faltaba autoridad para decir a alguien que no comiera azúcar mientras él la
comía. La autenticidad consiste precisamente en eso, en no engañarse a uno
mismo. Y en no engañar a los demás. Podía haberle dicho a la madre y a su hijo
en la primera visita que no es bueno comer azúcar. Ellos no tenían por qué saber
que él lo hacía, pero la coherencia y la autenticidad le impidieron decirlo.
¿Cuántas
veces contradice nuestra forma de ser lo que expresamos con las palabras? Voy a
poner algunos ejemplos de la familia, de la escuela y de la sociedad en los que
los hechos contradicen los consejos.
Cuando loa
padres y las madres les decimos a los hijos e hijas que no tienen que decir
mentiras, deberíamos repasar nuestros comportamientos y pensar en las veces
que, delante y detrás de ellos, engañamos.
Cuando les
decimos que lean, que estudien, que los libros son importantes, y no nos ven
nunca leer un libro, ni estudiar, ni preocuparnos por el saber, nuestro consejo
pierde todo su valor.
La escuela
tiene la pretensión de educar a los alumnos y alumnas, de enseñarles a vivir en
una sociedad ejemplar. Para conseguirlo elabora reglamentos e imparte consignas
de forma casi constante, olvidando, a veces, que los alumnos y las alumnas
tienen más en cuenta lo que ven que lo que oyen.
Cuando les
decimos que trabajen en equipo, que se ayuden, que cooperen, que sean
solidarios, que escuchen y se respeten unos a otros y nos pueden decir que por
qué no nos hablamos con quien entra antes en la misma clase, esa recomendación
queda desvirtuada.
Si en la
escuela hay un programa muy bien estructurado de coeducación pero los docentes
varones se permiten hacer bromas procaces respecto a sus compañeras, todas las
pretensiones coeducativas quedan aniquiladas.
La sociedad
no debe permanecer ajena al proceso de socialización de los niños y jóvenes. Es
decir, debe ofrecer pautas para el aprendizaje de la ciudadanía. Pero, si los
comportamientos de los adultos contradicen las propuestas de honradez, de nada
servirán los discursos.
Cuando los políticos
nos dicen que cumplamos con nuestros deberes ciudadanos, que paguemos nuestros
impuestos, que respetemos la propiedad ajena y nos enteramos de que algunos
tienen el dinero robado en paraísos fiscales, esa demanda queda devaluada.
Cuando en el
Congreso los parlamentarios se insultan con persistencia y poco ingenio, de
nada servirá las peticiones de respeto a la dignidad que se lanzan
oficialmente.
Cuando los
sacerdotes predican la castidad a sus fieles y estos saben que ellos mismos
abusan de menores, esa exigencia queda reducida a pavesas.
Cuando en la
televisión se grita, se insulta y se discute sin escucharse, de poco servirán
las consignas de respeto a la dignidad de todas las personas y al necesario
respeto a quien habla.
Todos
podemos encontrar ejemplos en los que la realidad contradice los discursos, en
los que la práctica niega la teoría, en los que los hechos ensombrecen las
palabras. Deberíamos callarnos hasta que pudiésemos decir con nuestra forma de
vivir: así ha de ser la vida.”
Publicado
por Miguel Ángel Santos Guerra
| 6 Abril, 2013
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