Una clase de Historia del Arte en un instituto de enseñanza
secundaria de una gran ciudad española. La Profesora va proyectando imágenes en
una pantalla. Cada una de estas imágenes es acompañada invariablemente de un
comentario suyo sobre la luz, el color, la simetría; en fin, las claves para
entender la pintura y su evolución. De pronto, un alumno próximo a la mayoría de
edad, estamos en segundo de bachillerato, levanta el brazo y pregunta: "
Profesora, ¿porque salen siempre comiendo?". Y la maestra, a la que ya
casi nada sorprende, ni siquiera ese tipo de preguntas, le responde que salen
comiendo porque la "Última Cena"
es tal vez uno de los episodios del evangelio más tratados por el arte de inspiración cristiana. El alumno asiente. Es decir, calla. A duras penas sí
sabe lo que es el Evangelio.
Por supuesto, esto no significa en modo alguno que el alumno
en cuestión sea un supremo ignorante. Si el chaval no se tuerce, dentro de unos
meses poseerá la condición de bachiller y lo más probable es que el curso que
viene se siente en una de las muchas aulas universitarias del país. Vaya, que
algo habrá aprendido para llegar hasta aquí. Sin duda. Aprendido unas cuantas
destrezas, ha razonado lo justo, ha memorizado muy poco y, en general, se ha
comportado. Y con ese bagaje ha ido pasando de curso sin problemas. Pero sus
conocimientos no se limitan a eso. Incluso puede decirse que se han forjado al
margen de eso. Su cultura, ese poso que le sirve de báculo para andar por el
mundo, se ha constituido en gran medida con lo que él ha descubierto por su
cuenta, sin que nadie, excepto quizá sus compañeros, le haya orientador lo más
mínimo. En la red ha encontrado cuanto podía precisar. Hasta los amigos. Su
formación es en gran parte el fruto de ese navegar
diario. Qué digo diario, constante, pues en su quehacer digital casi no conoce
momentos de calma.
Como es natural, una de las primeras consecuencias de esta
situación es el descrédito de lo poco que ha aprendido en la escuela. Claro
que también esta, al renunciar a sus valores tradicionales, le ha facilitado
mucho las cosas. Porque, en su afán renovador, la escuela, y en especial la
española, lleva por lo menos un cuarto de siglo primando valores como la
convivencia, la tolerancia o el respeto --cuya transmisión correspondía hasta
la fecha al ámbito familiar -- y arrumbando los que siempre le han sido propios
o sea, el esfuerzo, el afán de superación o la adquisición del saber. Esa
suplantación de unos valores por otros; esa ruptura de la continuidad entre
pasado y presente, esa indolencia --pues de lo que se trata, al cabo, no
esté que el alumno aprenda, sino de que se sienta cómodo-- han resultado
fatales. Y la primera víctima -- después de los propios alumnos, claro-- ha
sido el conocimiento o, si lo prefieren, esa Última Cena que ya no se sabe de dónde sale ni para qué.
Así las cosas, como sorprenderse de que los informes de
evaluación internacionales sitúen con reiteración a España a la cola de los
países económicamente desarrollados por culpa de la gravosa incompetencia de
sus jóvenes quinceañeros. O de que Finlandia, un país que figura siempre en los
puestos de cabeza, dedique sus mejores estudiantes a la carrera de magisterio
--al contrario, sobra decirlo, que España, donde esa carrera suele ser, por lo
general, pasto de los más zoquetes--. O de que la Unesco advierta de que uno de
cada tres españoles de entre 15 y 24 años abandona sus estudios sin acabar
la secundaria, cuando la media europea es de uno de cada cinco, lo que sumado a
un paro juvenil del 50% ofrece un panorama ciertamente desolador.
Todo esto era más que previsible hace un cuarto de siglo. Y, por previsible,
evitable. Ahora, en cambio, poco se puede hacer ya. Sólo poner cataplasmas, y
gracias.